EL COMUNISMO CHILENO, ENTRE LA CALLE Y EL GOBIERNO

La política chilena lleva varios años girando en banda, sumida en reyertas con escasa conexión con la realidad, disputando cada cargo como si se tratara de lo más relevante del mundo, sin saber que solo profundiza su distancia con la ciudadanía. Si algo se había manifestado en la elección de la directiva del Senado hace algunas semanas, en esta ocasión fue la confrontación por quién lidera la Cámara de Diputados. El sufrido triunfo –que supuso un amplio despliegue de los ministros del presidente Boric– recayó en una eterna aspirante a la testera, la comunista Karol Cariola.

El ascenso de Cariola es interesante por varios motivos. El primero que salta a la vista es que el Gobierno decidió desplegar esfuerzos que no se habían visto en casos mucho más sensibles que la presidencia de la Cámara. Basta recordar que la reforma tributaria, piedra angular en todo el entramado “transformador” del programa de Boric, fue rechazada por la falta de votos de los propios legisladores oficialistas. Por el motivo que sea, el comunismo goza de un estatus privilegiado dentro de la coalición que amerita gestiones más intensas que en otros casos. Quizás por lo mismo el pirquineo de votos, la búsqueda de apoyos en todas las bancadas por parte de los interesados, llevó a que la coalición de izquierdas ganara con el voto de Gaspar Rivas. Rivas, antes legislador de la centroderecha, con un pasado reciente por un movimiento nacionalista radical, llamado Movimiento Social Patriota.

Pero lo más llamativo de todo es el doble juego que ha decidido desplegar el Partido Comunista chileno desde hace ya varios años: tener un pie en las instituciones –rol que despliega entre algodones la ministra Camila Vallejo– y otro en la protesta social, intentando, de ese modo, rebasar las barreras que impone la democracia a los partidos políticos. La estrategia no es nueva: no hace mucho, en diciembre de 2020, el líder del PC llamaba a “rodear la Convención”, de modo de mantener la presión ciudadana a los representantes e “impedir que la derecha siga boicoteando el proceso de redacción constitucional”. Un año antes, apenas un día después del inicio de las movilizaciones del estallido social, el mismo dirigente pedía la renuncia del entonces presidente Sebastián Piñera, antes que buscar cualquier salida institucional –la palabra no es en vano– a la crisis que apenas comenzaba. Sería la misma actitud que tendrían frente a la negociación del acuerdo que viabilizaba un itinerario constitucional, el intento desesperado de los partidos por dar un cauce político a las violentas protestas de aquel entonces.

Hace apenas un par de semanas, el senador Daniel Núñez, miembro de la misma bancada, instaba al Gobierno a recurrir a la presión de la movilización social para destrabar sus reformas, junto con “ver qué cosas puede hacer por la vía de decretos, que no conlleven proyectos de ley”. El mismo espíritu se muestra en la convocatoria al XXVII Congreso Nacional del PC. Junto con la deslavada ortodoxia marxista respecto a la contradicción entre capital y trabajo, la búsqueda de la superación del neoliberalismo y del imperialismo estadounidense, reivindica el espíritu de la revuelta popular, las evasiones masivas, saltos de torniquetes. Vemos que no se trata solo de hacer escuchar la voz ciudadana en el proceso político, algo inherente a este, sino de algo diferente y más radical que busca “un programa nacional emancipador” y que, por cierto, solo ellos representan.

Todo lo anterior refleja una actitud y una estrategia sostenida de buscar por medio de la movilización aquello que los votos no permiten. Quizás, el objetivo inmediato es más modesto: representar a ese 30% que, pese a todo, mantiene el apoyo al Gobierno. Ante las tribulaciones y entuertos en que se encuentra sumido el Frente Amplio (al que, uno puede intuir, el PC mira en menos), fagocitar ese porcentaje sigue representando un crecimiento importante respecto de lo que posee el PC en la actualidad.

Esta contradicción vital del PC, este intento por ocupar dos espacios excluyentes entre sí, supone levantar una advertencia. Y es que en democracia hay que elegir: uno de sus fundamentos es que reemplazamos la confrontación de fuerzas en la calle por la deliberación institucional. No se cuenta cuántas personas marchan –aunque puede ser un factor– sino los votos. Este improbable y precario invento contemporáneo, exige un cuidado permanente, un conjunto de virtudes –el respeto a las instituciones representativas es un mínimo– que mantienen un entramado poco frecuente en la historia mundial. Uno, que por improbable e infrecuente, reclama, al menos, lealtad democrática.

Rodrigo Pérez de Arce es investigador del Instituto de Estudios de la Sociedad, IES

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